*Fragmento de la Sinfonía Nº 8.

ENERO...

CICLO INTEGRAL DE LAS SINFONÍAS DE GUSTAV MAHLER

Gustav Mahler

 

os 51 años de la vida de Mahler (Kaliště, Bohemia, actualmente República Checa, 7 de julio de 1860 - Viena, 18 de mayo de 1911) se expendieron a lo largo de uno de los períodos más complejos en toda la historia de la música. Nacido 5 años antes del estreno de "Tristán", cuando Liszt estaba en pleno apogeo y Brahms era un joven prodigio, Mahler alcanzó la madurez en plena afluencia del rico caudal de las postrimerías del romanticismo, y vivió lo bastante para ver algo más que el comienzo de su final desintegración. El año en que ocurrió su temprana muerte, ya estaban conmoviendo los cimientos de la estructura tradicional de la música los experimentos que Schönberg empezaba a realizar en el campo de la tonalidad; Erwartung -"La espera" (el monodrama de Schönberg que anticipa el teatro de Alban Berg), había sido ya escrito y, entre tanto, fuera de Alemania, la revolución "stravinskyana", aunque de tan diverso sentido, se iniciaba, marchando rápidamente hacia el sensacional impacto de "La consagración de la primavera '. La música del mundo hoy llamado Occidental, como así también su civilización, estaban en trance de crisis, y Europa, en vísperas de la decisiva etapa a iniciarse en 1914. En semejante período de transición absoluta, la solitaria figura de Gustav Mahler desempeña un rol fundamental, resumiendo mucho de lo que había desaparecido ya o estaba a punto de hacerlo, a la vez que forjando con dolorosa intensidad un nexo peculiarmente personal entre los siglos XIX y XX. Las contradicciones e inconsistencias implícitas en semejante rol han sido siempre tema propicio a la controversia, y probablemente no exista otra música que como la de Mahler se beneficie tanto con la comprensión de las circunstancias que rodearon a su creador, ni que haya sufrido tanto a causa de la carencia de ella.

La de Mahler es una figura trágica, siendo la suya una tragedia esencialmente interior. Judío de nacimiento y dotado como tal de ese fuerte sentimiento de soledad espiritual que es corriente entre los hombres de esa raza, su naturaleza sensitiva, altamente emocional, reaccionaba con la más nerviosa intensidad a la perturbación contemporánea de los valores tradicionales. Y disponiendo de un despejado intelecto, altamente capaz de apreciar la real importancia de tales perturbaciones, equilibrado por una fuerte vena de romántico idealismo, combinaba en lo más hondo, y desde la primera hora, conforme también lo hiciera en su vida, esa constante soledad que está siempre jaqueando el arte "mahleriano"; soledad en modo alguno mitigada  por  la  fe  religiosa,  ya  que  aunque  converso al catolicismo por razones de orden práctico (un semita no hubiese podido aspirar a la dirección de la Opera Imperial), nunca pudo llevar su inquisitiva naturaleza hasta un punto de genuina convicción. Con todo, aunque sólo fuera en forma parcial, experimentó la poderosa atracción del misticismo católico con su promesa de una existencia futura. Pero su búsqueda por alcanzar la fe hubo de continuar hasta el último día de su vida.

En tales circunstancias, la tendencia al autoanálisis es irresistible, el ansia de comunicación más fuerte aún; he aquí las razones de ese apasionado deseo suyo de transmitir en primera persona sus sentimientos, que presta a la música de Mahler ese intenso -a veces casi histérico- frenesí de sinceridad. A ésto, hubo de sumarse una urgencia todavía más apremiante que se derivó de las frustradas intromisiones de su existencia oficial. Sus grandes éxitos como conductor se vieron coronados, a la temprana edad de 37 años, por su designación como Director de la Opera Imperial de Viena; los diez años durante los cuales ejerció Mahler esas funciones, constituyen hoy un capítulo de historia de la música, toda una era operática y musical. Su celo reformador a nadie perdonó, ni siquiera a sí mismo; con él logró incomparables resultados, pero el tiempo disponible para la composición se vio reducido a un mínimo insuficiente. Las breves vacaciones que podía ir permitiéndose, eran enteramente dedicadas a escribir obras cuya extensión sólo servía para aumentar la necesidad de apresurarse; días y noches substraídos a los deberes oficiales se esfumaban, sacrificados a un desesperado esfuerzo creador. Su salud se resentía, pero la carrera contra el tiempo sólo conseguía intensificar en él su angustia por hacerse comprender.

No hay dudas de que la violencia de ese deseo le conquistó muchos enemigos, tanto en la vida, como en el campo musical. Por lo demás, cuando alguien se empeña en hablar de su alma, no siempre cuanto dice es uniformemente aprovechable: el margen de error es pequeño, el riesgo de aburrir, muy grande, y la intensa sinceridad de las emociones de Mahler, la pura exaltación de sus ideales, magnificaban los riesgos de un fracaso. En sus mejores momentos, su retórica es terriblemente convincente; pero el menor  desliz puede resultar una banalidad, cuando no hueca verbosidad, o lisa y llana autocompasión: todas aquellas faltas, en suma, que la crítica le atribuyo a lo largo de la primera mitad del la pasada centuria, en su obstinada resistencia a admitir el brillante éxito con el cual tan a menudo llega Mahler mucho más lejos que cuantos critican su obra. Este éxito gradual e indiscutible constituye su máxima   conquista.

Como compositor, Mahler es el que cierra la gran línea vienesa que llegó hasta él a través de Bruckner; la evidencia de sus cualidades y limitaciones está entrelazada con su música. No conviene llamarse a engaño respecto de la continuidad que ligaría a Mahler -que era checo- con su "genealogía" vienesa a través de Bruckner, con quien coincide más bien en su inquietud espiritual y metafísica que no en el lenguaje, como no sea por la debilidad que los dos grandes hombres sentían por el uso de los metales en impresionantes fanfarrias de remota inspiración cuartelera. Mientras Bruckner acumula sus colores con una técnica amalgamadora, a la manera de un artista que pinta al óleo, las tintas de Mahler son fluidas, al agua, y sus cuadros tienen la transparencia de magistrales acuarelas. Depositario de semejante herencia, se volvió naturalmente hacia la sinfonía en busca de un vehículo apto para expresar sus profundas convicciones. La progresiva "personalización" de la sinfonía del siglo XIX (inaugurada por Beethoven con sus audaces "confesiones" lírico-sinfónicas), su tendencia fundamental a convertirse en el medio por excelencia para dramatizar y discutir conflictos de naturaleza íntima, alcanzan en Mahler su punto culminante; y si las canciones pueden contener acaso sus más tiernas reflexiones de tono personal, son las sinfonías las que marcan las sucesivas etapas de su constante esfuerzo por hallar el equilibrio en plena era de  la  inestabildad.

La peculiar intensidad de ese esfuerzo, magnificó el problema sinfónico en una medida desusada hasta este compositor; las expansiones relativamente cómodas de un Bruckner, a despecho de sus bellezas, tienen muy poco de la impelente tensión de Mahler, en cuyas manos, la sinfonía vienesa emprendió su última y más radical transformación hasta la fecha.

Los peculiares problemas espirituales de Mahler fueron esencialmente susceptibles de tratamiento retórico. La retórica dramática es la base de sus movimientos sinfónicos. La crítica, ya familiar, de su incapacidad presunta para desarrollar sus materiales, y su fracaso para establecer conexiones temáticas, es por completo irrelevante: Mahler es un maestro de la estructura, pero por su índole, el material con que trabaja exige un tratamiento episódico, acumulativo, a base de variación y fragmentos de contexto, con preferencia al recurso más formal y corriente del "desarrollo". La estructura es también afectada por su mayor tamaño; los diversos movimientos, entidades individuales cuyo número puede variar ampliamente, se unen en un esquema progresivo que tiende a resolverse sólo en el Finale. La inclusión de la voz humana en cierto número de sus sinfonías -tanto "a solo" como con coro- modifica el problema sin resolverlo, culminando el proceso en las tres últimas obras de la serie: la octava sinfonía, moral, maciza cubre de las fases más tradicionalistas, "brucknerianas", de su arte; Das Lied von der Erde, "La canción de la tierra", expresión definitiva del más personal carácter de sus canciones; y la Novena Sinfonía, en la que el método sinfónico de Mahler halla su realización más completa y perfecta en términos puramente orquestales.

Mahler experimentaba un temor supersticioso ante la idea de escribir una novena sinfonía: Beethoven, Schubert y Bruckner, habían fallecido poco después de completar ese número, razón por la cual, apenas concluyó su octava sinfonía, hizo Mahler una desesperada tentativa por burlar los designios del destino, dándole el título de "sinfonía" a "La canción de la tierra", aunque sin numerarla. En este caso al menos, la superstición probó empero estar bien fundada: los borradores para una décima sinfonía no llegaron a completarse jamás, y la primera ejecución de la Novena Sinfonía tuvo lugar póstumamente en Viena durante junio de 1912, alrededor de un año después de la muerte de Mahler, bajo la dirección de su amigo y discípulo Bruno Schlesinger, más conocido por su nom de guerre de Bruno Walter.

                                                                                              

                                                                                           Michael Rose

Aspectos médicos y psicológicos que influenciaron la vida y obra del gran músico -Biografía-

 

Resumen

Gustav Mahler es considerado en la actualidad uno de los más importantes músicos que vivieron al final del siglo IX. A pesar de tener en vida sólo un parcial reconocimiento como compositor, Mahler influenció a importantes compositores del siglo XX.

Mahler sufrió de complicaciones de una fiebre reumática, desarrollando un corea de Sydenham, manifestaciones obsesivas y compromiso valvular cardíaco. Gran importancia tuvieron en su vida y obra, aspectos psicológicos de su infancia revelados después de una entrevista terapéutica con Freud. Mahler. Lamentablemente falleció en el período más productivo y de madurez de su obra, debido a una endocarditis bacteriana subaguda.

 

Introducción

Mahler nació el 7 de julio 1860, en Kalist, una localidad de Bohemia, parte del imperio austrohúngaro, actual república checa. Fue hijo de un comerciante de destilería, Bernard Mahler y Maria Hermann, ambos de origen judío. Sus padres tuvieron en total 14 hijos, de los cuales fallecieron ocho. La muerte de ellos, y en especial de los más queridos como Ernst, y el suicidio de Otto a los 26 años, causó un profundo y duradero impacto en Mahler. A pesar de ser un hombre rudo y tener una mala relación con su esposa, el padre de Mahler notó ya a los cinco años aptitudes musicales en su hijo y lo envió a estudiar a Praga. En esta ciudad tuvo una mala experiencia y regresó a su hogar para ingresar al Conservatorio de Viena, donde logró ambientarse muy bien y recibió el apoyo -que durará toda la vida- de su maestro Epstein.

Como adolescente y ya joven sufrió dos desilusiones amorosas que también influirán en aspectos de sus obras. Al no conseguir el primer lugar en un concurso de intérprete de piano, se dio cuenta de que lo suyo no era ser intérprete, sino la dirección orquestal y la composición musical.

En 1880 Mahler inició su carrera como director ejerciendo temporalmente en diversos teatros y compañías operísticas; entre 1883 y 1885 permaneció en la ópera de Kassel, donde, motivado por un infeliz romance con una cantante, inició la composición del ciclo Canciones de un caminante y de un poema sinfónico que, tras una larga gestación, llegaría a ser su Primera Sinfonía.

Entre los años 1886 y 1891, Mahler trabajó como director en Leipzig y Budapest, pasando luego a Hamburgo para tomar a su cargo el Stadttheater. Aquí ganó notoriedad gracias a sus interpretaciones de las óperas de Wagner, atrayendo la atención del público y de la crítica con su virtuosidad y genialidad como conductor. El estreno de la Octava Sinfonía de Mahler en Munich, el 12 de septiembre de 1910, se constituyó en el triunfo final de su vida artística. Entre la audiencia se encontraban figuras tan distinguidas como Richard Strauss, Arnold Schoenberg, Anton Webern, Bruno Walter, Leopold Stokowski, Stefan Zweig, Max Reinhardt y Thomas Mann, quienes pudieron comprobar la capacidad del compositor para enmarcar su himno en sonoridades que fluían de una inmensa orquesta, que incluía, además de una gran cantidad de vientos y cuerdas, gong, celesta, campanas, órgano, arpas, mandolina, junto a las voces de un coro doble, ocho solistas y un coro de niños. Por esta razón la publicidad de la época denominó “sinfonía de los mil” a este espectacular trabajo. Entre 1891 y 1897, Mahler dejó el Stadttheater de Hamburgo para trasladarse a Viena y dirigir, primero, la Opera del Imperio, y luego, los Conciertos Filarmónicos. Junto a Alfred Roller, nombrado jefe de escenografía en 1903, el músico, en los 10 años que permaneció en el cargo recreó obras maestras en producciones que marcaron un hito en la historia de la Opera, que alcanzó uno de sus periodos más gloriosos en manos de Mahler, y de la vida cultural de la Viena de la época.

 

Enfermedad Reumática –Corea De Syndenham- Transtorno Obsesivo Compulsivo

Ya en 1900, establecido como un brillante director de orquesta y con el cargo de director de la Opera del Teatro Imperial de Viena y de la Filarmónica, recurrieron los síntomas de una amigdalitis que presentaba desde niño. En un reciente artículo de Cardoso y Lees, se revisan algunas evidencias de amigos de la familia Mahler que mencionaron a Mahler con movimientos anormales a los seis años y que persistirían muecas faciales y un característico “tic” de la pierna derecha. Este movimiento anormal de la pierna le producía una marcha bizarra, lo que es recordado por su propia hija menor Ana, en una entrevista dada en 1985. Se le preguntó: ¿qué recuerda del modo particular de caminar de su padre? Responde: “Sí. Era como un tic nervioso. Cambiaba el paso, derecha e izquierda, y luego otra vez a la inversa. Pero podía controlarlo. Sé por mi madre que existía una palabra que ella le decía y gracias a la cual podía controlar el tic. No era absolutamente imprescindible. Cuando se me permitía caminar con él, lo notaba nítidamente”. Mahler se caracterizaba por una gran obsesividad. Era capaz de repetir un ensayo orquestal hasta el cansancio si no estaba de acuerdo con el resultado. Freud, en la entrevista que detallaremos más adelante lo describe como una persona muy obsesiva. Estos elementos, más el hallazgo incidental en 1901 de la presencia de una cardiopatía reumática por el cardiólogo que revisaba a su hija mayor María, hacen plantear que Mahler haya presentado el espectro de complicaciones de la fiebre reumática, incluyendo las manifestaciones como corea y trastorno obsesivo asociados.

 

Su encuentro con Freud y la interpretación psicoanalítica que hace de Mahler

Mahler guardó un recuerdo poco grato de su padre y por el contrario fue mucho más cercano a su madre María. En 1901, Mahler conoció a la mujer que se transformó en pocos meses en su esposa, Alma María Schindler, 19 años menor que el músico. Tuvo dos hijas con ella, María, en 1902 y Ana en 1903.

Profundamente enamorado de Alma, la restringió a dedicarse sólo a la familia y no a desarrollar las aptitudes artísticas que tenía. Su hija mayor, María, falleció de difteria en 1907, lo que agudizó la sintomatología depresiva de Mahler, quién entró en una severa depresión y se volcó a la composición. Aceptó el cargo de director del Metropolitan Opera House de Nueva York y luego de la Filarmónica de esa ciudad por cuatro años. En 1910 se desató la crisis matrimonial al descubrir Mahler correspondencia amorosa de Alma con el arquitecto Walter Gropius fundador de la Bauhaus. Aconsejado por Bruno Walter, el gran director discípulo de Mahler y a quien Freud sanara de una parálisis en el brazo derecho que usaba para conducir, Mahler luego de tres intentos fallidos se reunió con Freud en Leyden, Holanda en agosto de 1910. En una conversación que duró cuatro horas se entrevistaron, y Freud quedó sorprendido de la facilidad con que Mahler comprendió los principios del psicoanálisis. En una carta dirigida a la psicoterapeuta Marie Bona parte en 1932, Freud le comentó que Mahler en la entrevista que sostuvieron le había mencionado algunas situaciones traumáticas de su infancia; como el hecho que teniendo cinco años sorprendió una grave discusión entre sus padres y salió corriendo de la casa, y se encontró en plena calle con un organillero que interpretaba una conocida melodía popular austriaca. Este hecho recurriría en la memoria de Mahler constantemente y ha sido visto como una explicación de la aparición de marchas militares y otros motivos populares en sinfonías como la Sexta Sinfonía. Estuvieron unidos en su obra en forma persistente la tragedia o momentos de gran exaltación con momentos alegres o de distracción disarmónicos. Mahler explicó así el poco éxito que tuvo como compositor, de ahí su famosa frase “mi tiempo vendrá”, Freud le hizo saber a Mahler que tenía una fijación materna, en cada mujer de la que se había enamorado buscaba a su madre y explicaba el retiro de su deseo sexual hacia Alma y que había gatillado la crisis Freud le preguntó a Mahler: “¿cómo es posible que un hombre como Ud. pretenda mantenerse unido a una mujer como la suya?” A lo que Mahler le explica que el segundo nombre de Alma es María (nombre de pila de su madre). Freud le mencionó que debía elegir entre continuar en su pasión por la música u optar por dedicarse más a su mujer. Mahler aparentemente optó por esto último, y logró recuperar la energía sexual. Es llamativo que en el último año de su vida no compuso más música, dejó inacabada su décima sinfonía con claros mensajes a Alma. Agradecido, Mahler le dedicó un poema a Freud: “las sombras de la noche fueron disipadas por una palabra poderosa, el incansable tormento terminó al final unido en una sola cuerda. Mis tímidos pensamientos y mis tempestuosos sentimientos se mezclaron”.

Diversos psicoanalistas como García y Feder, han interpretado la vida y obra de Mahler. La mayoría concuerda en el rol importante de la muerte, siempre presente. Desde niño, al contemplar la muerte de sus hermanos, con la muerte de sus padres el mismo año 1888, sus fracasos amorosos, su grave hemorragia digestiva baja con riesgo vital en 1901, la pérdida de su hija en 1907 y el darse cuenta de la infidelidad de Alma en 1910, todo contribuyó a dar un matiz trágico a su obra. Y los últimos hechos descritos habrían contribuido a gatillar la enfermedad de Mahler. Así, su última sinfonía completa, la Novena Sinfonía, tiene un carácter triste y melancólico. Donde la resignación ante la proximidad de la muerte es evidente no sólo en la música, sino también, en las anotaciones que acompañan los esbozos de esta composición. La partitura combina dos estilos aparentemente contradictorios: dos movimientos centrales muy rápidos y rudos, en contraste a dos movimientos extremos lentos y expresivos. Según Alban Berg “el primer movimiento es el más hermoso de los que Mahler ha escrito; en él expresa un profundo amor a la tierra, a vivir en paz y a gozar de la naturaleza, hasta que la muerte llegue... todo el movimiento está basado en el presentimiento de que el espíritu de la muerte ya viene y que no se puede luchar contra él; en sus últimos compases aparece un clima de resignación ante lo inevitable... y entonces, Mahler se vuelve y observa por última vez el mundo que deja...

 

El último año de vida

La última vez que Mahler dirigió fue el 21 de febrero de 1911, en el Carnegie Hall de Nueva York. Condujo a pesar de estar en pésimas con- diciones de salud. Terminado el concierto, consultó a pocas cuadras de ahí con el Dr. Baehr, del equipo del Dr. Libmann, del Mount Sinaí Hospital (conocido por su descripción de la endocarditis lúpica). Baehr obtuvo cultivos de sangre que confirmaron la presencia de estreptococos y la sospecha de una endocarditis bacteriana. Mahler preguntó si su condición era fatal, y la respuesta afirmativa lo hizo intentar una terapia con sueros en Paris, sin efecto. Finalmente se instaló en Viena, dando instrucciones de un entierro sencillo, mencionando en la lápida sólo su nombre en el lugar donde descansa su adorada hija María. Falleció el 18 de mayo de 1911, y según Alma sus últimas palabras fueron “Mozartl, Mozartl” (diminutivo de Mozart en alemán), e hizo un gesto de estar dirigiendo con su mano derecha. La música de Mahler tendría que esperar 50 años para que, bajo la batuta de Bruno Walter y Otto Klemperer, y luego Leonard Bernstein, tuviera el reconocimiento mundial. Además de haber influido en brillantes músicos del siglo XX, como Shostakovich, Britten y Schoenberg. Es así como Leonard Bernstein afirmó en 1967: “el tiempo de Mahler ha llegado”.

 

               

                                                                             MARCELO MIRANDA C.

                                                                             Unidad de Neurología.

                                                                             Clínica Las Condes.

La personalidad de Mahler a la vista de Bruno Walter

Del libro de Bruno Walter “Gustav Mahler”

 


Todos los que hayan conocido a Mahler recordarán cómo su expresión pasaba bruscamente de la alegría a la tristeza, como si de repente se reprochara a sí mismo el haber olvidado inconscientemente alguna pena. Al principio no supe discernir cuál era el origen de aquellos accesos depresivos que, sin remitir nunca totalmente, se hicieron, sin embargo, menos frecuentes en los últimos años de su vida; después acabé comprendiendo que una conciencia aguda del sufrimiento de nuestro mundo subía en oleadas glaciales de lo más profundo de sí mismo y se apoderaba de su espíritu. “¡Qué siniestras tinieblas se esconden bajo la existencia!”, me dijo un día con una profunda emoción, y su aspecto descompuesto reflejaba todavía los tormentos de los que salía con dificultad. Y continuó, evocando con voz entrecortada el trágico dilema de la condición humana.

“¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Es verdad, como dice Schopenhauer, que he deseado realmente vivir antes de ser concebido? ¿Por qué me creo libre, mientras mi personalidad me aprisiona como un calabozo? ¿Para qué sirven estos sufrimientos? ¿Cómo la crueldad y el mal pueden ser la obra de un Dios misericordioso? ¿Nos revelará por fin la muerte el sentido de la vida?

La desolación, el asombro, el horror, surgían en una efervescencia de palabras análogas; parecía realmente un geiser. Los agotadores esfuerzos que hacía para penetrar en el sentido de la existencia nunca le aportaban reposo. Sin duda su actividad incansable le distraía de estos pensamientos; su sentido del humor le ayudaba a rechazar este peso, y el continuo interés que manifestaba por todas las cuestiones intelectuales le daba fuerzas y le ayudaba a apaciguar la sed inextinguible de saber y de comprender. A pesar de todo, su espíritu nunca lograba escapar a esta cuestión que le torturaba: ¿Por qué? Era el impulso definitivo de su actividad creadora. Cada obra era una nueva tentativa para contestar a esta pregunta e, incluso, cuando había contestado, el viejo e insaciable deseo surgía de nuevo. El mismo carácter de su naturaleza le hacía incapaz de mantenerse en una posición filosófica definitiva; en él ninguna convicción lograba imponerse de forma duradera1. La impulsividad dominaba su vida y su trabajo, ninguna conquista espiritual estaba por consiguiente asegurada. Todo -la vida, el arte, las relaciones personales- se renovaba cada día; la satisfacción de sentir que se avanza progresivamente y que se saca partido de la experiencia le era negada. Cada día que pasaba veía que volvían a empezar la lucha y el sacrificio. Nunca hubiera podido servir de modelo al héroe de un Bildungsroman; el desarrollo continuo y lo que Goethe llamaba el empleo razonado de la experiencia, del pensamiento y del éxito le eran negados sin piedad, no existían en su naturaleza. En el fondo Mahler era un romántico y, lo que es más, un romántico que se dejaba guiar por las impresiones favorables -o desfavorables- del momento.

Al mismo tiempo, sería engañoso imaginarle como un ser vacilante o inestable. Era inconstante pero su camino estaba firmemente trazado y nada podía desviarle. De igual modo sería inexacto decir que era desgraciado. No es posible definir a un ser tan profusamente dotado, tan expresivo, tan elocuente, con abstracciones tales como “feliz” o “desgraciado”. Conocía tanto la exaltación apasionada del espíritu como la tristeza profunda. Una gama de emociones tan extensa es un don divino, más precioso todavía que la felicidad. Incluso en el dolor, su fiel compañero en toda su existencia, encontraba el consuelo del que habla Tasso: “Aunque, si el hombre sufre en silencio, un Dios me ha dado el don de expresar mi dolor.” Mahler expresaba el suyo en un idioma que conocía perfectamente: sus sufrimientos y sus deseos se convertían en música. Renaciendo constantemente, se transformaban en obras de arte2.

Empero Mahler no sentía y experimentaba solamente los impulsos del deseo y de la tristeza, o de su búsqueda espiritual. También le gustaba salir de sí mismo y no estaba menos dotado para traducir emociones más serenas: el barómetro de su alma no indicaba inexorablemente “tormentoso” o “variable”. Había, desde luego, heladas, tormentas, canículas, pero también cielos más clementes donde se expandían el calor y la alegría del sol, como además testimonian muchas de sus obras, por ejemplo, el sereno Andante de la Segunda Sinfonía y el Rheinlegendschen, del que decía que era un pedazo de sol hecho prisionero. La risa y la sonrisa repentinas y alegres cuadraban a su fisonomía tanto como a su naturaleza, a pesar de que la sombra estuviese siempre cerca.

Ya he escrito algo acerca del elemento “nocturno” de su obra. Se manifestaba, paralelamente, en su personalidad, y provocaba esta impresión demoníaca tan desconcertante que le hacía interesante a los ojos de todos e inquietante para muchos. Uno de los grandes misterios de la naturaleza es que haya sido capaz de crear un ser que, perfectamente sano de cuerpo y de espíritu, encerrara tamañas contradicciones; dotado de tanta energía, superioridad intelectual, generosidad, vehemencia y tan infernal humor y, a la vez, dominado constantemente por contumaces zozobras.

Como no se mantenía firme en ninguna experiencia espiritual, ni siquiera en las adquiridas a un alto precio, no puedo, a pesar de su religiosidad y de sus misticismos intermitentes, decir que era creyente. El tumulto de sus emociones podía suscitar en él verdaderos arrebatos de fe, pero la certidumbre serena le resultaba inaccesible. El sufrimiento de una criatura le afectaba demasiado profundamente; las atrocidades del reino animal, la crueldad del hombre con su prójimo, las enfermedades del cuerpo humano, la constante amenaza del destino, todo contribuía a socavar los fundamentos de su fe3. Más obsesivo era todavía el problema de conciliar el sufrimiento y el mal con la bondad y la omnipotencia de Dios. Si su música expresa con tanta fuerza sus deseos y sus dudas es porque era ella la que los alimentaba y las avivaba sin cesar. La música posee innegablemente el incomparable poder de acercarnos a lo espiritual. En la frase de Nietzsche que he citado antes, dispersa las imágenes como pavesas; siembra también el grano de la fe. En sus manifestaciones más elevadas está misteriosamente unida a la religión. El servicio divino la necesita para dar a la piedad su expresión más solemne. La música da una fuerza irresistible al devoto sentimiento que emana de los textos religiosos y de las escenas de los oratorios bíblicos. Independientemente de todo esto, la música pura -por ejemplo, los andantes de Mozart y de Beethoven- provoca por sí sola una elevación del espíritu que sólo es asequible a través de la religión4. No es este el lugar de discutir las relaciones entre religión y música. Me contentaré, pues, con poner de relieve su frecuente asociación con las artes plásticas y con hacer notar cómo la música aparece de forma natural bajo el pincel de un Bellini y de sus semejantes. Por supuesto, el “Concerto” de Giorgione viene enseguida a la mente. En este cuadro no encontramos, desde luego, a los ángeles a los que debemos la música tan impregnada del alegre sentimiento de la bondad de Dios que resuena en las melodías de Mozart y de Schubert; tampoco se trata del apacible y viejo tañedor de viola de gamba que representa al músico, sino, más bien, del monje piadoso cuya alma se consume con un fervor de asceta. Su mirada parece escrutar con nostalgia las profundidades celestiales y sus dedos podrían despertar sonidos comparables a los de un Beethoven. La naturaleza de Mahler era del mismo tipo: desde esta tierra, cuyos sufrimientos había hecho suyos, levantaba los ojos buscando a Dios. La relación entre música y religión constituía el fundamento mismo de su actitud religiosa. Algunos músicos -y algunos oyentes- no tienen conciencia del poder trascendental de la música, porque, aunque inmersos en un clima musical y siendo ellos mismos auténticos músicos, están desprovistos de cualquier clase de sentimiento religioso, incluso de cualquier conciencia religiosa. Los que, en cambio, se esfuerzan por penetrar más allá del velo terrestre, encontrarán en la música algo con lo que sostener y afirmar su fe.

Los pensamientos y las aspiraciones de Mahler tendían hacia ese “otro” mundo. Sin embargo, la frase de Goethe –“Para el hombre eficiente el mundo no es mudo”- también le cuadraba perfectamente.

Siendo como era faustiano y abocado a buscar sin cesar el sentido último de todo lo que existe, de todo lo que sucede, estaba atado por multitud de lazos y de intereses a nuestra esfera terrestre y a su vida espiritual. El desarrollo de las ciencias de la naturaleza le apasionaba. Un amigo físico que le mantenía en contacto muy estrecho y detallado con el avance de las investigaciones elogiaba la rápida y amplia comprensión que revelaban sus preguntas. Sus lecturas favoritas eran sobre la filosofía de la ciencia; el Microcosmos de Lotze le ocupó durante mucho tiempo, y, muy particularmente, su desarrollo de la teoría del átomo. Zend-Avesta de Fechner le produjo una viva y duradera impresión y Nana o la vida espiritual de las plantas, del mismo autor, le apasionaba5. Es inútil decir que durante toda su vida estuvo profundamente influenciado por la actitud de Goethe hacia la naturaleza y por su prolífica obra en este campo. Pero no se mantuvo nunca en una situación receptiva. Su inteligencia fecunda trabajaba constantemente sobre los problemas que le planteaban sus lecturas y sus contactos. Recuerdo que una vez se empecinó en interpretar la ley de la gravedad como un fenómeno de repulsión solar y, en el curso de una conversación con un destacado físico se esforzó, con toda su pasión habitual, en convencerle invocando otras ideas cósmicas ligadas a las que defendía. Otra vez, alguien explicó en su presencia que si se cortaba en dos un gusano se obtenían dos gusanos, porque una nueva cabeza crecía en la parte posterior asegurándole una existencia independiente: “¡He aquí, exclamó, una prueba que contradice la tesis aristotélica sobre la entelequia!”. Era demasiado inteligente y demasiado consciente de las lagunas de su cultura científica como para ser dogmático, pero el vivo interés que mostraba por las cuestiones de ese tipo no se satisfacía con una simple adquisición de conocimientos. La vitalidad de su espíritu le constreñía a enfrentarse solo a innumerables problemas y estaba encantado cuando, después de enfrentarse a una contradicción y haberla resuelto, tenía la impresión de haber alcanzado un nivel de comprensión superior. En las discusiones el grado de intuición de sus observaciones le granjeaba siempre la admiración de sus amigos científicos.

En los primeros tiempos de nuestra amistad, en Hamburgo, Mahler estaba totalmente bajo la influencia de Schopenhauer. Nietzsche le había producido una fuerte impresión, pero no duró mucho. El ardor poético de Zaratustra le atraía, pero lo esencial de su contenido intelectual le resultaba odioso. El antiwagnerianismo de Nietzsche le indignaba, y más tarde se revolvió contra él; además, los aforismos del escritor sólo podían indisponer al maestro de la forma sinfónica6. Hacia el final de su vida le sedujo la filosofía de Hartmann7. Pero el sol que iluminaba su firmamento intelectual era Goethe. Conocía notablemente bien su obra y, gracias a su formidable memoria, podía citarle incesantemente. Releía continuamente las conversaciones con Eckermann, y las discusiones de Goethe con Falk sobre la inmortalidad constituían uno de los fundamentos intelectuales de su existencia.

Entre los poetas alemanes, Hólderlin era el que estaba más cerca de él; poemas como Patmos y Der Rhein eran tesoros sagrados que tenía siempre al alcance de la mano. Con una emoción profunda me citaba a menudo los soberbios y enigmáticos versos que Hólderlin escribió después de haber perdido la razón. Entre los místicos tenía una preferencia por Angelus Silesius; se sentía unido a él y extraía cierto consuelo de su sentimiento sobre la proximidad de Dios, tan audaz y exaltado8. El nombre de Titán con el que había bautizado su Primera Sinfonía era una confesión de su amor por Jean Paul; a menudo hablábamos de su gran novela y sobre todo de Roquairol, cuya influencia aparecía claramente en la Marcha Fúnebre. Mahler sostenía con insistencia que una parcela de Roquairol, de su naturaleza egocéntrica, masoquista, despectiva y amenazante, existe en todo individuo capacitado y debe ser dominada antes de que sufran las facultades creadoras. Se sentía en perfecta armonía con el humor agudo y complejo de Schoppe9. Siebenkás era una de sus obras favoritas y, según afirmaba, la obra maestra de Jean Paul. En su juventud, evidentemente, se había apasionado por E. T. A. Hoffmann, cuya viva imaginación, fuerza, humor y, muy especialmente, sus tintes “nocturnos” le atraían sobremanera. El Tristram Shandy de Sterne era uno de sus libros preferidos, también por su sentido del humor10. Observaba frecuentemente que, sin el antídoto del humor, la tragedia de la existencia humana se haría insoportable. En el curso de su conversación le gustaba referirse a episodios tales como la apertura del testamento en el Flegeljahre de Jean Paul, o bien recordar detalles de Un episodio vergonzoso de Dostoiewsky, riéndose siempre mucho. Su sentido del humor era vivaracho y poseía un espíritu mordaz. Apreciaba igualmente el ingenio en los demás, si era espontáneo, y a menudo también las bromas más inofensivas. Sin embargo, no le gustaba oír contar anécdotas “divertidas”, ni chistes: su expresión se ensombrecía inmediatamente y se malhumoraba como si le resultara penoso que se enlatasen los delicados frutos de la fantasía. Detestaba la grosería y no creo haber oído nunca ningún comentario de ese tipo en su presencia y todavía menos de sus labios. Esta aversión no se extendía evidentemente a la licencia inherente a un período dado, como se encuentra, por ejemplo, en Shakespeare, Cervantes, Sterne y otros, porque la consideraba como parte indisociable de la obra de arte. Una irresistible afinidad espiritual le unía a la obra de Dostoiewsky, el cual influenció profundamente todo su pensamiento. Por otra parte, lo que he llamado su conciencia de la tragedia humana se expresa plenamente en la conversación entre Iván y Alioscha en Los hermanos Karamazovn.

No he citado más que algunos ejemplos del interés inagotable y ecléctico que Mahler tenía por todas las cosas del espíritu. La pintura apareció relativamente tarde en su existencia y, a pesar de todo su genio artístico para traducir la pasión, la cara “nocturna” del mundo en el terreno sonoro, el aspecto externo de las cosas le dejó siempre bastante indiferente. El único pintor que le conmovió profundamente fue Rembrandt, a quien consideraba su alma gemela. Las artes plásticas no le resultaron nunca tan necesarias como la poesía, la literatura, la ciencia y la filosofía.

Nos equivocaríamos, sin embargo, si consideráramos la extremada variedad de los intereses de Mahler como prueba del diletantismo de un espíritu inquieto. Lo que caracteriza el diletantismo es una acumulación de conocimientos que no va acompañada de ninguna asimilación. Pero Mahler poseía un instinto seguro y selectivo para acoger el alimento intelectual que le iba a permitir cumplir bien su misión. Su naturaleza le impelía a buscar el sentido profundo de los acontecimientos, de los actos, de los sufrimientos de la existencia; y, a través del estudio, tendía conscientemente a preparar su espíritu para esta tarea. En la exploración del universo espiritual que había emprendido, la aguja de su brújula apuntaba pertinazmente en la misma dirección: hacia lo alto. Su cultura se transformaba, pues, en experiencia que era asimilada por todo su ser; tenía un fin metafísico invariable. La diversidad de su curiosidad era sólo superficial y estaríamos más cerca de la verdad hablando de la inquebrantable unidad de un espíritu que abordaba con igual intensidad la composición musical y las investigaciones intelectuales, y que las conducía hacia la luz de un solo y único fin. No hay que buscar, desde luego, en esta autoeducación un sistema o un método; también aquí Mahler obedecía a sus impulsos. Esta conquista de los tesoros del espíritu tiene algo de magnífico, pero no llega nunca a asegurarle la fijeza de pensamiento que hubiera sido lo único que podía tranquilizar su corazón agitado. Su forma de vida estaba determinada y la dirección trazada, pero avanzaba a saltos, sin ninguna continuidad preconcebida.

Su conversación reflejaba perfectamente la multiplicidad de sus inquietudes intelectuales. Revelaba a un hombre totalmente absorto en problemas cósmicos, dolorosamente consciente de los sufrimientos de la Humanidad, que perseguía el conocimiento a lo largo de todos los senderos que se le abrían y buscaba en el trabajo creador un alivio al combate que se libraba en su interior. La riqueza y la versatilidad de su intelecto, la pasión de sus sentimientos y la firmeza en sus convicciones sólo podían parangonarse a su inagotable eclecticismo en la elección de los temas a tratar, a la vivacidad y a la seguridad de sus palabras. Además, no cometía nunca el error de no prestar atención a su interlocutor: Mahler sabía escuchar tan bien como hablar. Y era capaz de una entrega total, lo que resulta una rara virtud. Nunca se aprovechaba de su sagacidad para conseguir fáciles victorias dialécticas, sólo le interesaba la discusión pertinente y argumentada. Desde luego, las discusiones animadas le encantaban y sabía exponer su punto de vista en términos rápidos y elocuentes, aunque apreciaba igualmente las conversaciones tranquilas y sin ceremonias y le gustaba oír contar historias con coherencia y vivacidad. El mismo era, además, tan interesante en sus relatos como estimulante al escuchar.

He guardado el recuerdo de numerosas conversaciones comenzadas por la tarde en un Kaffeehaus, proseguidas mientras dábamos un largo paseo y continuadas con la misma animación a lo largo de la cena. Y después, cuando llegaba la hora de separarse, aseguraba que habíamos resuelto los siete problemas del universo y que todo estaba ya en regla.

Sus dotes y su afición por la improvisación, uno de los rasgos más sobresalientes de su trabajo de intérprete, daban a su conversación el encanto de una perpetua sorpresa. Un día que iba de paseo bordeando un riachuelo en compañía de un amigo músico, este último dijo, suspirando, que las posibilidades musicales estaban ya agotadas después de Beethoven, Wagner, Bruckner y todos los demás, y que ya no quedaba nada por hacer. Mahler se paró en seco y, señalando el agua, exclamó con un tono asombrado: -” ¡Mire, mi querido amigo!” -” ¿Qué? -” ¡El último remolino!”13. Esta anécdota me la han contado, pero recuerdo haberle oído personalmente contestar a alguien que decía que cierta composición nueva era interesante: “ ¡Interesante es fácil, bella es lo que es difícil!” La rapidez de sus reacciones unida a su inclinación por las sentencias lapidarias le hacía a veces hacer observaciones que dejaban a sus interlocutores más perplejos que convencidos, si bien rara vez sucumbía a la tentación de hacerlo, volviendo rápidamente a un análisis serio del tema tratado. El atractivo particular de su conversación consistía en que cualquiera que fuese el tema, seguía siendo efectivamente “conversación”. Incluso cuando el asunto abordado era serio, o hasta pesado, Mahler le infundía un no se qué de fácil, de agradable, de ingenuo. Entonces, era imposible dejar de quererle; su conversación no degeneraba nunca en charla vulgar cuando era ligera, ni en sermón cuando tomaba un giro más serio.

La conducta de Mahler ha suscitado mucha incomprensión. La admiración que suscitaba el artista a menudo iba pareja con la censura del hombre y de su carácter. Para disipar cualquier malentendido de este tipo basta con leer sus cartas, y aconsejo vivamente a todos los que realmente quieran entenderle que las lean, porque su calor humano, su lealtad para con sus amigos y su generosa compasión se expresan en ellas con hermosa nitidez. Sin duda estos malentendidos venían de que, aun siendo sinceramente capaz de compartir las alegrías y las penas de los demás y deseando ayudarles, Mahler tendía a echar sobre el mundo la mirada distraída del artista creador. Un hombre cuyas dotes inmensas están concentradas en el esfuerzo creador no puede obedecer en la vida corriente a una ética muy rigurosa. Cuando venía alguien con problemas estaba siempre dispuesto a ayudarle, incluso a costa de sacrificios. Desbordaba afecto; su música lo demuestra. Sin embargo, como muchos espíritus realmente creadores, tenía tendencia a olvidarse del Hombre, a la vez que amaba profundamente a la Humanidad. Cuando descubría al Hombre demostraba una bondad extrema, pero la mayor parte del tiempo su mirada se volvía hacia su interior. Yo había bautizado las relaciones que mantenía con sus amigos “de fidelidad intermitente”. Podía perfectamente estar sin ellos durante mucho tiempo, tanto física como mentalmente, y después este vacío desaparecía y volvía a ser entrañable y generoso como el primer día15.

No le he conocido ningún rasgo mezquino. A sus ojos el dinero no tenía ningún valor. Hasta el momento de dejar Viena a la edad de cuarenta y siete años, no pensó nunca en hacer fortuna, ni siquiera en ahorrar dinero. Sus programas “ingratos” muestran hasta qué punto estaba poco afectado por la fiebre de la vanidad o por la carrera hacia el éxito, tan frecuente, en nuestra profesión. Cuando fue invitado a ir a dirigir una serie de conciertos a San Petersburgo, temiendo que el público ruso reaccionara mal a sus programas, le hice partícipe de mis inquietudes: “ ¡No lo había pensado!”, exclamó. Después de haber hecho, respondiendo a mi observación, un nuevo programa, me preguntó: “ ¿Tendremos así una buena pesca de bravos?”. Esta divertida expresión testimonia su desprecio por los aplausos. Totalmente dedicado a la obra en sí misma, estaba desprovisto de pretensiones y no podía soportar la adulación. Por supuesto, esta actitud iba acompañada de un sentimiento tan fuerte de la propia valía y de sus facultades que ninguna oposición era capaz de desmoralizarle. Si se esforzaban en minusvalorar sus realizaciones le dejaba indiferente. No sentía ninguna clase de envidia ante el éxito de los demás siempre que fuera merecido, pero los triunfos inmerecidos e injustos le llenaban de dolorosa indignación. La adoración de falsos ídolos le traía a menudo a los labios la frase de Schiller: “He visto la sagrada corona del renombre profanada por frentes vulgares.”

Debo reconocer, y de hecho lo he reconocido ya, que su comportamiento en sociedad dejaba mucho que desear desde el punto de vista de las convenciones. Fundamentalmente bueno y benévolo, podía en esas ocasiones mostrarse duro y cortante, intransigente y colérico, frío e intimidante; pero era siempre sincero. A pesar de su situación profesional elevada, este hijo de la Naturaleza no adquirió nunca -y de hecho no la quiso nunca adquirir- la cortesía forzada, la afabilidad y el suave barniz que se usan en sociedad. Dotado de una poderosa personalidad, exigía inconscientemente que los demás se adaptaran a él. Y casi todo el mundo lo hacía16.

Hasta aquí, el retrato que me he esforzado en trazar de su intelecto y de su alma ha sido, si puedo expresarme así, vertical. Es necesario ahora hacerlo en horizontal, volverlo a colocar en una perspectiva cronológica, porque la imagen clara y detallada que tengo de él hoy está hecha poco a poco con innumerables impresiones, de las que sólo vi la impresión de conjunto durante los diecisiete años en los que nuestras existencias se entrecruzaron en el clima cambiante de los acontecimientos. Teniendo en cuenta las reservas que surgen cuando uno se esfuerza en reducir un ser vivo a una definición, me parece que el curso de la evolución de Mahler puede ser dividido en tres fases que incluyen, a la vez, su obra de creador, su trabajo de intérprete o de recreador, y su personalidad.

La primera fase es la de un joven que busca y que sufre, sin saber controlarse; fuerte por el vigor de la juventud, extrae su inspiración del universo de la Naturaleza y del arte popular tal como lo expresa Des Knaben Wunderhorn. Esta fase dura hasta la conclusión de la Cuarta Sinfonía (1900); en cuanto a la recreación este período cubre los primeros y tumultuosos años de director de la Opera de Viena. La segunda fase nos muestra un hombre en el apogeo de sus facultades, con la mirada fija, en cierta medida, en el mundo “aquí y ahora”, un director de orquesta que combate sistemáticamente con el mundo entero para realizar sus fines artísticos, y un creador influenciado por Rückert y que da a luz las Sinfonías núms. 5 a 8, inclusive. En la tercera fase, por fin, la fijación en el mundo cotidiano se relaja. Manifiesta cierta renuncia a la acción y la mirada se vuelve de nuevo hacia la lejanía. Como director de orquesta, fuera de las interpretaciones de sus Séptima y Octava Sinfonías, le había yo perdido de vista, puesto que entonces trabajaba en los Estados Unidos; pero el creador, estimulado por textos chinos, alcanzaba su plenitud final con Das Lied von der Erde y la Novena Sinfonía.

La primera fase está presidida por un tema central: la búsqueda de Dios de un hombre torturado por el sufrimiento del mundo, en la que, por lo demás, yo vería “la constante” de toda su vida. Su forma de sentir la naturaleza, que estaba directamente unida a él, recordaba a Fausto diciendo a la Deidad: “No sólo me has permitido una admiración fría y prohibida, al concederme mirar en tu seno profundo, como en el de un amigo... me has enseñado a reconocer a mis hermanos en el bosquecillo apacible, en el aire y en las aguas.” Pero Mahler iba más lejos, porque el lazo que le unía a la naturaleza era más elemental. En 1896 escribió al redactor-jefe de una revista musical: “Me parece extraño que la mayor parte de la gente, cuando habla de la "naturaleza", piense sólo en las flores, en los pajaritos, los aromas del bosque, etc. Nadie parece conocer al gran Dionisos, al dios Pan.” El, desde luego, lo conocía íntimamente, como lo prueba precisamente el primer movimiento de la Tercera Sinfonía. En cambio, ni su sentimiento dionisíaco de la Naturaleza ni su devoción por las criaturas podían hacer de él un panteísta, como lo demuestra el tercer movimiento de la misma Tercera. En principio Mahler había titulado este movimiento “Lo que me dice el amor” y había añadido las palabras: “Padre, contempla mi dolor y no dejes a ninguna criatura morir en vano.” No hay allí una deificación de la naturaleza, y menos todavía en el adagio, sino una confesión religiosa muy personal.

En realidad, la gran victoria “moral” de la existencia de Mahler es, según creo, que no consistió nunca, ante los tormentos de las criaturas y las angustias del espíritu, en encogerse de hombros profiriendo el Ignorabimus del filósofo, sin antes volverse, imperturbable, para contemplar lo que el mundo puede ofrecernos de belleza y de felicidad. En los momentos más sombríos, las palabras del poema de Mickiewicz Los ritos fúnebres: “No eres el Padre de la Humanidad, sino su Zar”, le venían a veces a los labios. Pero la crisis era de breve duración porque reconocía el equívoco implícito. Cumplía lealmente la tarea que se le había impuesto: extraer de sus sufrimientos una significación divina.

En la segunda fase, el hijo de la Naturaleza, el ser en busca de Dios, se adapta de forma muy limitada a nuestro mundo, a este mundo que, aunque problemático, constituye, se quiera o no, el medio ambiente del arte. Porque las obras de arte, concebidas en la soledad, exigen para su realización plena la ayuda de las grandes instituciones y del público. Diez años de una entrega sin límites a una de estas grandes instituciones, marcados por los intercambios y los contactos que suponía esta situación no podían dejar de atenuar, aunque sólo fuera un poco, la intransigencia y la extrañeza de un “excéntrico”. Le quedaba de todos modos la originalidad suficiente como para alimentar el asombro cotidiano de sus contemporáneos. A las reprimendas de sus amigos contestaba: “¡Las locuras de un hombre son, frecuentemente, lo mejor de él!”. O bien, cuando un personaje oficial bien intencionado le aconsejaba que no se rompiera así la cabeza contra la pared, él argüía: “¿Por qué no? ¡Uno de estos días lograré hacer un agujero!”17. A pesar de todo, en el curso de aquellos diez años Mahler terminó por aclimatarse, aunque nunca llegó a sentirse totalmente integrado.

¿Qué pasó con el hombre en busca de Dios, durante este segundo período “mundano”? El artista que luchaba contra el mundo y le arrancaba honores y distinciones estaba obligado a preocuparse algo por él. Mahler seguía aferrándose a ese universo superior que sin embargo, sin dejar nunca de servirle de guía, estaba de todas formas enmascarado por la intensidad de sus actividades artísticas, y si le inspiró la Quinta, Sexta y Séptima Sinfonías, no parece que haya ejercido una influencia preponderante en su desarrollo.

No obstante, hacia el final de este período, el impulso metafísico superó todos los obstáculos en su resurgimiento faustiano y nació la Octava, nació la “portadora de alegría”, como la llamaba Mahler. En el Himno al Creator Spiritus, se elevan las interrogaciones y ansiedades con fuerza renovada, para ser a la vez liberadas y satisfechas en la profesión de fe goethiana extraída de la última escena de Fausto. Con esta re exposición exaltada del tema central de toda su existencia es como termina su período de gran actividad y empieza su tercera fase. De nuevo la mirada de Mahler se desvía del mundo. Su corazón está amenazado, tiene el presentimiento de su muerte próxima. El hombre que busca a Dios afronta una crisis suprema.

“Si quiero volver a encontrar el camino hacia mí mismo, tengo que aceptar la angustia de la soledad”, me escribió en julio de 1908; “hablo enigmáticamente porque usted no puede saber nada de lo que ha pasado y lo que pasa en mi interior. No es, desde luego, un miedo hipocondríaco a la muerte, como usted supone. Sé desde hace mucho tiempo que tendré que morir... Sin tratar de explicar ni de describir una cosa para la que no existen probablemente palabras, digo simplemente que de repente he perdido toda la calma y la paz interiores que había alcanzado. Me encuentro vis-á-vis de ríen y a partir de ahora, al llegar al término de mi existencia, debo empezar a aprender a andar y a sostenerme de pie”. ¿Cómo consiguió Mahler sobreponerse a esta crisis? Con los poemas chinos en sus manos entona La canción de la tierra. A la edad de diecinueve años, terminaba una carta a un amigo con estas palabras: “Oh, amada Tierra, ¿cuándo acogerás al abandonado en tu seno? ¡Madre eterna, recibe a este corazón solitario y cansado!”. Ahora, condenado a morir termina su obra más original con estas palabras: “¡La amada Tierra florece en primavera! ¡Por doquier y siempre, el azul tiñe los horizontes! ¡Siempre, por siempre!...”. El saludo amoroso a la tierra salía con toda naturalidad de la pluma del joven como de la del hombre maduro, y llenaba su alma entera, ya bajo la sombra de la muerte. Es el saludo que suena todavía en la Novena Sinfonía, compuesta más tarde. Mahler supera su última crisis con el mismo espíritu del monólogo de Fausto, cuando este último, despidiéndose de la vida, exclama: “Me siento arrastrado al vasto océano, el espejo de las aguas marinas se extiende silenciosamente a mis pies, un nuevo día se levanta a lo lejos en playas desconocidas.”

Esta mirada hacia la “tierra querida” era ya una mirada retrospectiva; la tierra, cuando se despide uno de ella, ofrece un rostro lleno de tierna belleza19. El sentido místico del pasaje que sigue, sacado de una carta escrita a principios de 1909, refleja bastante bien el estado de ánimo de un hombre que mira la vida con la mano de la muerte posada ya sobre su hombro:

“Hay tantas cosas, demasiadas cosas, que podría decir acerca de mí mismo, que no puedo ni empezar. He sufrido tanto durante estos últimos dieciocho meses (es decir, desde que sabía que estaba enfermo) que apenas puedo contarlo. ¿Cómo podría tratar de describir una crisis tan abrumadora? Veo todo bajo una luz totalmente nueva; soy presa de tales transformaciones que no me asombraría si me encontrara en un nuevo cuerpo (como Fausto en la escena final). Estoy más ávido de vivir que nunca y encuentro la "costumbre de estar vivo" más dulce que nunca. En este momento los días de mi existencia son como los Libros Sibilinos... Qué absurdo dejarse sumergir por el brutal torbellino de la vida; de mentirse a uno mismo, aunque sólo sea un momento, y de mentir a lo que está por encima de nosotros. Pero escribo esto a tontas y a locas porque, ahora mismo, cuando deje esta habitación seré exactamente tan tonto como los demás. ¿Qué es en nosotros lo que piensa? ¿Qué es lo que actúa?”.

Sigue entonces una frase magnífica y particularmente reveladora: “Es extraño, cuando oigo música, incluso si la dirijo yo, escucho respuestas muy precisas a todas mis preguntas y todo es para mí perfectamente claro y evidente. O, más bien, lo que me parece ver claramente es que no son preguntas en absoluto”.

De ahí esta luz nueva bajo la cual lo veía todo. Después de tantos pensamientos, deseos, luchas, encontraba el verdadero consuelo a su dolor en la música; la música que, como ya he intentado explicar, es un camino hacia Dios muy cercano a la religión.

Cuando le preguntaban en qué creía, Mahler solía responder: “Soy músico, con eso está todo dicho.” Si, como sugiere en la carta que he citado, llegaba a quejarse -a flaquear- no era sino una señal del pesado tributo que deben pagar los hombres más eminentes -y muy especialmente los que, como él, están dotados de una naturaleza impulsiva- a la amenaza de enfermedad que a todos nos acecha.

La verdadera tragedia fue que en los últimos días de su vida la violencia de su enfermedad oscureció la exaltación de un espíritu. Hasta entonces el sentido trascendental de la redención que tiene La canción de la tierra y la Novena Sinfonía había prevalecido. Que su espíritu, siempre despierto, haya sobrevivido tanto tiempo, que durante tantos años haya manifestado su deseo de aprender, recuerda la leyenda de Tolstoi de los tres viejos piadosos a los que el obispo visita en una isla. Oyen de su boca el Padrenuestro centenares de veces, pero sin poder acordarse nunca de sus palabras. Terminan por fin por comprenderlo, pero mucho tiempo después de que el barco del obispo hubiese dejado la isla, les ve una noche andar sobre las olas detrás del navío porque, según decían, se habían vuelto a olvidar de la plegaria. Y él, profundamente conmovido, les responde: “Habéis andado sobre el mar, ¿qué más tenéis que aprender?”.

Lo mismo sucedía con Mahler. Lo que él poseía y sabía superaba con mucho el objeto de su búsqueda, porque encerraba en él la música, llevaba en él el amor. Creo, pues, que ya redimido, habrá comprendido que su búsqueda incansable contenía en germen su respuesta, y que su deseo, por fin, habrá sido satisfecho.