*3º Acto.

AGOSTO...

DRAMA LÍRICO BÍBLICO, JUDITH

Drama lírico Bíblico, Judith


udith fue completado en 1925, cuatro años después del impresionante "saldo dramático" Le Roi David. Al igual que éste, la forma de Judith es la de una obra concertante, sinfónico-vocal, con una narración que alterna con las partes musicales -conjunto que hizo que Honegger subtitulara a Judith como "drama bíblico en tres actos"-. Se lo escuchó por primera vez en esta forma el 11 de junio de 1925, en el Théatre du Jorat, en Méziéres, Suiza, país natal de Honegger. El libreto, al igual que el del Le Roi David, fue escrito por el poeta suizo René Morax. Tras dicha ejecución, se urgió a Honegger a que convirtiese la obra en una ópera y reemplazara la narración por pasajes de recitativos cantados y diálogos. Así se la ofreció en el Teatro de Montecarlo, el 13 de febrero de 1926. Esencia de esta ópera era la música primigenia, conservada intacta, pero alterada en el orden de dos escenas; hasta se conservó su carácter de gran espectáculo, tal como lo indica el subtítulo del mismo Honegger: "Opera seria en tres actos y cinco cuadros".

Nacido en Le Havre, Francia, de padres suizos, Honegger se educó musicalmente en Zurich y en París. Sus primeras composiciones de importancia aparecieron durante la primera guerra mundial, y pronto se lo agrupó, debido a artículos periodísticos, como perteneciente a uno de "los seis" (con Milhaud, Poulenc, Auric, Durey y Germaine Taillaferre). Difícil sería establecer qué base común unía a "los seis", fuera del temporario liderazgo espiritual de Jean Cocteau. En cierta medida, representaron una reacción contra el impresionismo de Debussy. Pero Debussy mismo era mucho más que un "impresionista"; sus innovaciones conducían en muchas direcciones, y "los seis" aprendieron de él mucho más que lo que rechazaron, mientras cada uno recorría su propia senda individual.

En contraste con el ingenioso uso que hace Milhaud de los motivos exóticos y populares (jazz, tonadas de "music-hall", folklore brasileño), y de su ultracondensación (sus "pequeñas" sinfonías, óperas y cuartetos), y del fantasioso neoclasicismo de Paulenc, Honegger se orientó hacia lo que podría llamarse como una especie de vasto y dramático humanismo, ampliamente emocional, dedicado a veces a leyendas medievales o bíblicas, pero colmándolas de su propia consciencia de las trágicas confrontaciones del siglo XX. Empleó sólidos recursos orquestales, corales y vocales, y creó, en sus obras de mayor magnitud, una especie de "fresco" vocal-orquestal, algo más que una partitura de concierto y algo menos que una ópera, como en Le Roi David, Judith, y posteriormente Jeanne d'Arc au bûcher (1934-35).

Es sumamente extraño, pero la obra que ganó más preeminencia internacional para Honegger fue la admirable (aunque menor, y lejos de ser algo típico de su estilo) Pacific 231, en 1923. Los críticos que daban la bienvenida a la "avant-garde" de la década que va desde 1920 a 1930 se enorgullecían de saber apreciar a los genios de su propia época de manera tan distinta, presumiblemente, a la negligencia que había sido característica en el pasado. Pero estaban también afectados por su propia e insidiosa forma de miopía; especialmente, prestar demasiada atención a los nuevos elementos que integraban la música, tales como los entonces recientes sistemas, escuelas, técnicas, modas y obras de efecto, más una carencia de discriminación entre lo que constituye logros genuinos y duraderos, y lo que es sólo transitorio. También con demasiada frecuencia, el estilo se convirtió en la piedra de toque, en lugar de la sustancia de la obra, y que se aceptara el trabajo de un compositor estaba a merced de las modas más cambiantes. Es indudable que muchas innovaciones surgieron de una necesidad interna, más que de una simple búsqueda de novedades, y que sirvieron para dar contenido a partituras de gran calidad. Pero cuando un compositor como Honegger, fuera de la misma necesidad interior, se dirigía al cercano pasado para dar una respuesta al presente, fácilmente se veía en dificultades con la crítica. Y dado que la carrera de Honegger no dependió de la música de la "edad de la máquina", como Pacific 231, no tardó en suscitarse la desconcertante cuestión de cuál era la "escuela" en la que se debía embanderarlo, o qué rótulo colocarle. Siempre quedaba el recurso, bastante superficial, del término "ecléctico" (¡De qué manera mortal habría herido este término, "ecléctico", a La flauta mágica de Mozart, con su combinación de galanterías, calidad trágica, aires folklóricos, texturas fugadas conectadas con el barroco, y hasta un coral luterano!). A confusiones similares a la anterior se debe que una obra tan profundamente emocionante, como Judith, que no hacía la propaganda de sus innovaciones, sino que había sido escrita desde las honduras del pensamiento de un compositor turbado por los problemas de su época, y producto, por completo, de la sensibilidad del siglo XX, sea hoy -relativamente hablando- tan poco conocida.

Judith, como drama en música, no crea un conjunto de caracterizaciones diferentes, y por completo logradas. Más bien se centra en la situación de dos mujeres, Judith y su doncella, que se aventuran por una senda desconocida, llena de peligros, temerosas y conscientes de que arriesgan las propias cabezas, pero impulsadas, sin embargo, por su devoción a su pueblo y a Dios. La ironía consiste en que Judith debe recubrirse de la fortaleza que exige algo que debería ser hecho por un varón, mientras que para conseguirlo debe, a la vez, hacer gala de sus cualidades más femeninas. Tiene la fe puesta en Jehová, pero no se trata de una fe que aguarde milagros. Más bien se ve obligada a actuar para evitar la matanza, el saqueo y la esclavitud de su ciudad, en la enseñanza de que lo que hace, lo hace por voluntad de Dios.

El idioma de Honegger, en Judith, es básicamente tonal, aunque exploró la zona de las armonías disonantes, con agónicos efectos emocionales, y a veces se acerca al politonalismo, con las cuerdas superpuestas según diferentes claves. Tanto su escritura vocal como la orquestal son particularmente hermosas, y a lo largo de toda la obra hace un especial y alucinante uso de frases sin palabras, suspiradas y largamente fundidas en la música. Se la escucha en la misma escena inicial, a cargo del coro, las “Lamentaciones", y luego en la segunda escena, "La trompeta de alarma". La "Plegaria" de Judith (Nº 3), una de las escenas para voz solista más extensas y espaciosas de la obra, muestra esa expresiva línea de Honegger, con influencias del habla y de la declamación, entretejida con la orquesta, a la manera que inaugurara Debussy en Pélleas et Mélisande, aunque lo que comunica pertenece exclusivamente a Honegger. El gran "Cántico fúnebre" (Nº 4) lleva ese sostenido grito sin palabras a su clímax, a cargo del coro femenino, bajo el alto y deslizante Canto de la soprano. El predominante uso de líneas melódicas libremente rapsódicas proporciona efectos extra a los contrastantes pasajes de ritmo violento e impelente, cada vez que éstos se presentan, como en "Encantamiento" (Nº 7). Y uno de los más emocionantes usos de ese "grito sin palabras" aparece cercano a la conclusión del Nº 8, donde se lo escucha a cargo de un lejano tenor en interjuego con una suave fanfarria orquestal.

No se ha buscado cromatismo alguno de características hebreas, aunque los frecuentes pasajes modales a veces sean indicio de un toque oriental, como la "Música de fiesta", en el campamento asirio (Nº 9). La violencia se sobreentiende, como en los simples pero muy eficaces medios por los cuales se indica la muerte de Holofernes, que sucede fuera del escenario (Nº 9b), o la escena, relativamente breve, de La batalla (Nº 11a). Sólo hay una sección muy armónica, relativamente dulce, el "Cántico de las Vírgenes" (Nº 12), donde el uso de melodías que sugieren viejas canciones folklóricas crea un sentimiento de feliz inocencia. Pero continúa luego la arrebatadora, declamatoria y ardiente música del "Cántico de Victoria" final (Nº 13).

Pero la sensación que deja la obra no es la de un feliz triunfo. Los asirios han sido derrotados, y una amenaza, abatida. Israel es aún libre, pero otros peligros habrán de surgir, otras Judith, o sus equivalentes, volverán a ser necesarias. En realidad, tal fue la verdadera situación histórica del antiguo Israel, pequeño pueblo luchando fieramente por su independencia, situado en la encrucijada de grandes imperios guerreros que constantemente amenazaban pisotearlo con la fuerza de sus ejércitos. Y tal vez haya sido ese hecho, evocado en la historia de Judith, lo que atrajo a Honegger en 1920, cuando se acababa de ganar una guerra, una amenaza se había eliminado, pero no había promesas de una paz duradera.

Por cierto, que Honegger haya elegido el tema de Judith, como el precedente del Rey David, o el posterior de Juana de Arco en la hoguera, no ha obedecido, simplemente, a que esos argumentos fuesen coloridos o atrajeran la atención. Más bien corresponden a una búsqueda interior de respuestas, con respecto a las cuales esos temas son un símbolo. Y esto, a su vez, añade un elemento favorable más al poderoso impacto emocional que produce Judith sobre quienes hoy la escuchan.

 

                                                                                  S. W. Bennett