*Audio 1º Mov.

NOVIEMBRE...

CONCIERTO PARA PIANO EN LA MENOR OP. 54

*RÉQUIEM OP. 148

*REQUIEM FÜR MIGNON

*MISA OP. 147

*DER ROSE PILGERFAHRT OP. 112

Robert Alexander Schumann

 

Nació en Zwickau (Alemania) el 8 de julio de 1810;

Murió en Endenich, cerca de Bonn, el 29 de julio de 1856

uería la madre de Schumann que su hijo estudiara leyes (“la fría jurisprudencia con sus heladas definiciones”, como decía él); pero a las pocas horas de llegar a la Universidad de Leipzig se había conseguido un piano de alquiler. Tenía entonces 18 años. Había tocado y compuesto esporádicamente desde los siete. La jurisprudencia se quedó en el olvido.

El piano era para él casi un vicio, y cuando viajaba con amigos llevaba consigo un teclado silencioso para practicar en el coche. En cierta ocasión, su vehemente deseo de tocar lo hizo entrar en una tienda de música y allí se estuvo horas enteras sentado al piano, con el pretexto de que un discípulo suyo muy rico lo había comisionado para comprar uno. Poseía el gracioso don de improvisar sobre el teclado caricaturas musicales reconocibles de sus amigos. Todos predecían para él una carrera de pianista virtuoso. Mas, queriendo igualar la habilidad de todos los dedos de la mano, inventó un artefacto por medio del cual mantenía doblado el del corazón hacia adentro, lo que se lo anquilosó permanentemente. Así terminaron sus esperanzas de llegar a ser concertista. Esto hizo que volviera todas sus energías, su introspectiva ternura y sus sentimientos poéticos hacia la composición. Robert Schumann perdió un dedo; pero el mundo ganó con ello todo un caudal de riqueza musical.

Schumann vivía un mundo aparte, y, por lo mismo, era retraído, insociable, silencioso, melancólico. Como otros grandes compositores, experimentó la extraña sensación de que la música llegaba a él a pesar de sí mismo, sin que nadie pudiera impedirlo. En esos momentos era tal su concentración, que podía componer con acompañamiento de cañonazos en la calle vecina. La música para su nostálgico “Conoces la tierra” fue escrita en medio de la algarabía de uno niños que jugaban en su derredor.

Su antiguo maestro de música, Friedrich Wieck, tenía una hija llamada Clara que, sin haber salido aún de la adolescencia, llegó a ser una de las primeras pianistas de su siglo. Un retrato suyo, de trece años, nos ofrece una imagen de una chiquilla pensativa de rostro ovalado, grandes ojos oscuros y rasgados y labios finos. (Más tarde, ya entrada en años, parecía más bien una especie de Mona Lisa germánica). Cuando Clara tenía 17 años Robert Schumann se enamoró de ella y la chica le correspondió; pero Wieck, hombre obstinado e intratable, no consintió en el matrimonio, promovió un juicio humillante, desheredó a Clara y se dio a desacreditar a Schumann, a quien consideraba falto de equilibrio… lo que era verdad. No pudieron casarse mientras Clara no cumplió la mayoría de edad.

Fue aquella amorosa alianza la más romántica y quizá la más perfecta en la historia de la música. Clara, cuya fama era entonces mayor que la de su esposo, hacía todo lo posible por dar a conocer sus conciertos la música de Scumann; y aunque hoy nos parezca extraño, el público la juzgaba entonces demasiado “moderna”. El compositor se acostumbró a la incomprensión con que los oyentes recibían sus obras, especialmente las que él juzgaba mejores y más profundas.

Después de los años de angustiosa espera, la infinita felicidad que encontró con Clara hizo que Schumann produjera un torrente maravilloso de composiciones; en el primer año de casados escribió 150 canciones, muchas de las cuales brillan hoy como estrellas de primera magnitud en el cielo de la música.

Mas el peso de tanto trabajo y tantas emociones superó sus fuerzas: le sobrevino un colapso nervioso del que se recuperó parcialmente y enseguida otro; su cerebro fue presa de espantosas obsesiones; oía incesantemente una misma nota, un implacable la. Comenzó a sentir el pavor de las alturas, la fobia por todo objeto metálico, hasta por las mismas llaves de su casa. Frecuentaba cierto restaurante en donde se sentaba solo, con la cara vuelta a la pared.

Murió mientras dormía, completamente loco, dos años después de haber intentado suicidarse arrojándose al Rin desde un puente: aquel mismo Rin anchuroso y romántico cuyas aguas había surcado en compañía de Clara tantas veces; el mismo Rin del cual hay tantos cuadros musicales en la sinfonía que le inspiró. En los cinco movimientos de la “Sinfonía Renana” se vislumbran paisajes del río legendario y de las gentes de sus laderas. El segundo movimiento nos transporta a una posada campesina de Renania a contemplar un grupo de fiesteros que danzan un Ländler, antecesor del vals. El penúltimo, con sus trombones que suenan como órganos, nos lleva a la Catedral de Colonia, para presenciar, en compañía de Clara y Robert Schumann, la solemne ceremonia en que un arzobispo recibe el capelo cardenalicio.

                                                                                              

                                                                                           Robert Littell

 

El Concierto para piano

 

Claude Debussy escribió una vez a su editor parisiense Durand: “¿Han interpretado ya mis imágenes? Creo sin presunción que estas tres piezas sobrevivirán y podrán encontrar un sitio en la literatura pianística… Como diría Chevillard, a la izquierda de Schumann o a la derecha de Chopin… Como le guste”.

Aunque muchos compositores han escrito para el piano sus obras maestras, nadie ha tenido vínculos tan estrechos con este instrumento como Chopin y Schumann. Si en Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven o Schubert la producción pianística es solamente una parte de la obra completa, en Chopin y Scumann adquiere un papel de máximo relieve en todos los sentidos. Y no sólo en apariencia. Hasta la opus 28, incluída, todas las obras de Schumann están escritas para piano. Sólo en 1840 abordó el lieder, pero sabemos que ni aun en este género creativo, como tampoco en la más tardía producción de cámara, ni en sus trabajos sinfónicos, pudo desligarse Schumann de los vínculos que le unían a su instrumento predilecto, aun cuando su deseo de liberación sea perceptible en susu siguientes palabras: “A menudo querría destruir el piano, porque ahora se queda pequeño para mi inspiración”. Todo su modo de ser estaba inseparablemente unido al piano, como así constaría también, de manera inequívoca, en sus ciclos de canciones y en la música de cámara. En su producción pianística encontramos al Schumann completo. La forma cíclica característica es nueva; carece de precedentes, con la única excepción de las sonatas que han conservado la estructura formal bitemática clásica.

Su concierto para piano y orquesta, en la menor, pertenece al grupo de las más nobes creaciones artísticas dedicadas al piano, porque nos comunica toda la grandeza de una personalidad que dejó escritas estas palabras: “Arrojar luz sobre lo profundo del corazón humano; tal es la misión del artista”.

El primer movimiento. Un Allegro affettuoso, fue compuesto inicialmente como una Fantasía independiente para piano y orquesta, mientras que los dos restantes, Intermezzo y Allegro vivace, aparecieron cuatro años después (1845).

Las elaboraciones de los motivos, llevados con virtuosismo, están sostenidas siempre por una inspiración de altísimo nivel, mientras que el diálogo entre el instrumento solista y la orquesta, en su equilibrio armónico, deja tras de sí una impresión de auténtico hechizo…

En septiembre de 1840 Schumann había coronado finalmente un largo y disputado sueño desposándose con Clara Wieck. Hasta entonces, su madurez de músico parecía exteriorizarse sobre todo en la composición pianística y en el campo del Lied. Parecía llegado el momento de manifestar algo nuevo: entre los primeros frutos orquestales figura el Concierto para piano y orquesta, en la menor, único y admirable en su producción, cuya escritura inició en 1841. De todos modos, necesitó otros cuatro años para acabarlo. Por lo demás, ya dos años antes, en 1839, había hecho alusión a la obra en una carta a Clara: “En cuanto al Concierto, ya te he dicho que se trata de algo intermedio entre una sinfonía, un concierto y una gran sonata. Me doy cuenta de que no puedo escribir un concierto para “virtuoso” y que debo aspirar a otra cosa cualquiera”. Pero, en definitiva, el primer esbozo de la idea puede remontarse a 1827, cuando el músico redactó de un tirón algunos fragmentos de mismo concierto.

Abre la obra un Allegro affetuoso de extraordinaria luminosidad, en el que el piano hace su entrada sin el adorno de la tradicional exposición orquestal. Dos bellos temas, el segundo en do mayor, se desarrollan en el curso del movimiento y establecen un clima de virtuosismo intrínseco a la expresión, en un intenso diálogo entre solista y conjunto, hasta la elocuente cadencia que precede a la conclusión. Un tierno Intermezzo (Andante gracioso) hace la función de puente meditativo entre el primer Allegro y el final, Allegro vivace, que cierra en un áspero paisaje de octavas y arpegios el aire de coloquio romántico del Concierto.

Schumann Piano Concerto, in A minor, OP. 54

Martha Argerich.

Riccardo Chailly.

Las obras Religiosas

 

El interés de Schumann por la música sacra tuvo lugar al final de sus días. Muchos estudiosos de su obra, afirman que sus trabajos no pretendían servir a la liturgia, y que no son más religiosos que otras obras del compositor. Se decía que Schumann afirmaba que “uno componía un réquiem, para uno mismo…” Aunque, al escuchar su trabajo, podemos intuir un dialogo con una esencia superior…

La primer parte del Réquiem fue compuesta en abril de 1852, y su primera representación tuvo lugar entre los días 16 y 23 de mayo de ese mismo año. La obra, compuesta por nueve movimientos, se abre con unas tonalidades suaves y lentas. La interpretación del coro está acompañada por ricas y románticas armonías.

Además del Réquiem, Schumann también compuso su Réquiem für Mignon. Mignon inspiró a muchos compositores anteriores o posteriores a Schumann (Schubert, Beethoven, Liszt). Esta obra destaca por su contenido poético, elegíaco y místico. Mignon es un personaje de “Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister” de Johann Wolfgang von Goethe.

Schumann, luterano poco practicante, se interesó por la música religiosa en sus últimos años, llegando a afirmar que “el fin supremo de un artista debía ser el de consagrar toda su energía a la música sacra”. En estos años finales de su vida, creó dos obras adaptadas a la liturgia católica, tan hermosas como poco escuchadas: la Misa Op147 y el Réquiem Op148. En ambas está presente la tradición de las formas clásicas, aunque aparezcan veladas por el sentimiento romántico de la búsqueda de la paz, como superación de los sufrimientos del alma. Sin duda buscaba, Schumann, el consuelo de la Religión, en unos momentos en que su espíritu comenzaba a sentir los embates de un oleaje que, poco a poco, lo llevaría al naufragio. De aquí viene esa sensación de impresionante «sinceridad» que ambas partituras transmiten.

Su desequilibrio psíquico ya era evidente… Sólo cuatro años más tarde vendrían las alucinaciones, el intento de suicidio y la triste muerte en un manicomio.